sábado, 25 de mayo de 2013

Nombres



Hoy es el último día de mis clases en la Facultad de Educación, por este curso. 

Me he pasado los meses intentando pensar con los alumnos de Educación Primaria cómo ser un buen maestro de ciencias. 

Yo vengo de la Ingeniería Química, de la investigación aplicada en el laboratorio. Con una historia universitaria casi estrictamente científica, he llegado a un espacio diferente y apasionante: la didáctica de las ciencias. Aterrizo como un aerolito en una Facultad en la que, al principio, me siento extraño. 

Sin embargo, de manera casi inmediata, me doy cuenta de que la formación de los docentes es una inquietud dentro de mí, algo que me ha obsesionado calladamente y que ha compartido el espacio de mi vocación profesional: cómo hacer para despertar curiosidad en el niño, para apreciar la seducción de la ciencia, para abrir los ojos con fuerza y dejarse llevar por la perplejidad de las cosas… ¡Tanto que hacer que me llena de alegría la tarea!

Una de las primeras actividades que he trabajado con los alumnos ha sido la idea del maestro: ¿qué maestro quiero ser? ¿cómo quiero comportarme con los niños? ¿qué enseñar? ¿qué aprender? ¿cómo ser buen profesional? ¿qué idea de excelencia tenemos y cuál queremos cultivar? Tengo el foro en el que cuelgan sus impresiones llenito de palabras que me renuevan la ilusión por estos alumnos. Frases como esta:

Quiero ser una profesora entregada y dedicada, que transmita el verdadero valor de nuestra obra, para así demostrar que no sólo los arquitectos e ingenieros construyen un mundo, sino que somos nosotros, los maestros los que realmente formamos esos cimientos.

Descubren la vocación desde el mundo en el que viven, desde el amor y desde la entrega. Ahora son alumnos universitarios con muchas cosas en contra: la opinión generalizada de la sociedad, que los lamina; la sombría perspectiva de un trabajo dudoso; el esfuerzo descompensado en tareas que mínimamente tocan la labor del maestro… y sin embargo, mirando en el foro sus nombres, veo los rostros de aquellos que iniciarán a mi hijo en mundos apasionantes. En el aula, cada día, he hablado con los que enseñarán a Pablo la belleza de los seres vivos, la ternura de un poema, la sorpresa de la química cotidiana o el valor de las matemáticas. Por eso, les respeto profundamente.

Y hoy, último día de clase, reconozco mi derrota. Reconozco que no me aprendí sus nombres, más allá de un puñado cercano. No sé cómo se llaman cada uno. Me queda mucho por recorrer. Hasta ser como el maestro que me visitó el otro día y reconoció, por el rabillo del ojo, al camarero encargado del bar de la Facultad.

 -          ¿Trabaja aquí Miguel? – me dijo al instante.

Miguel fue su alumno hace treinta años. Al maestro le bastó una mirada fugaz para ponerle nombre e historia. Y entró en el bar decidido, con la mano en ristre, para saludar al antiguo estudiante, que también le reconoció. 

Mi padre le dijo que ahora yo trabajaba allí.


Y yo descubrí que quiero aprenderme los nombres de los alumnos, uno por uno. Por mi padre y por mi hijo.

viernes, 10 de mayo de 2013

Parados


En el tono pesimista de los últimos datos del empleo en España, en la repetición machacona de los seis millones de parados y de que a dónde vamos a parar, en las palabras vacías de políticos lejanos a la tragedia del desempleo, encuentro interiormente una llamada a hablar del tema desde una óptica diferente.

Yo visité la oficina del INEM durante varios meses, y aunque hoy me parece casi sacrílego compararme con aquellas personas que no encuentran trabajo, sí me acerca, de alguna manera, a una realidad de la que hablo con cierto conocimiento de causa.

Las instalaciones del SEXPE (Servicio Extremeño de Empleo) por las que necesariamente han de pasar los solicitantes de subsidio abrían hacia las ocho y media de la mañana. Desde las ocho o antes (nunca llegué tan pronto) la cola crecía hacia atrás, en un curioso serpentín de personas esperando que bajaba la escalera interior de la oficina y asomaba, después de dos pisos de vueltas y revueltas, a la calle mayor de Badajoz. Meandros de paciencia y desazón que conjugaban, como en las danzas macabras de la edad media, jóvenes y adultos maduros, mujeres y hombres, bien vestidos y mal vestidos...Los rostros, variados y diferentes, dejaban traslucir todos un matiz de pesimismo, de indiferencia o de resignación. 

Yo llegaba, me ponía el último (pocos minutos después, ya ese puesto corría tres o cuatro personas más allá) y esperaba el turno de sentarme delante de la mesa del administrativo que nos clasificaba, a modo de triaje laboral. No volví luego, cuando me contrataron en la universidad, a contarle a aquella persona que había encontrado trabajo. Posiblemente nadie lo haga. Así, las caras de los solicitantes siempre están marcadas por un tiempo de espera, que nunca responde ni a sus posibilidades ni a su condición más íntima de persona. 

A pesar de todo, son más que números.

Cuando me quedé sin trabajo sentí que se me arrebataba una armadura de dignidad. He desempeñado diferentes puestos en la Universidad de Extremadura, casi todos con un bajo sueldo y una nula seguridad laboral. Y sí, he trabajado sin contrato, cobrando el subsidio, porque entendía que era la única manera de realizar una vocación profesional que tiene que ver con la docencia y con la investigación. 

Cuando me quedé sin trabajo, decía, lo que me invadió fue un sentimiento de pobreza, de intemperie y de devaluación de mi labor. Sé que no es objetivo, pero eso era lo peligroso: en la subjetividad de uno y en el contexto de sociedad de producción y consumo neoliberal, el elemento que no produce (o cobra) queda estigmatizado. Y no importa que se levante con el sol para patear calles, enviar solicitudes y presentar su curriculum a infinidad de empresas, mientras nadie consolide su estatus de productor, la impronta de parado seguirá en su piel social y en la mirada que sobre él mismo proyecta. Por eso el trabajo concede dignidad, porque la construcción social y el paradigma vigente apoyan esta idea.

Y en éstas estaba pensando cuando saltó la noticia del Campamento Dignidad de Plasencia. Una de tantas (necesarias) medidas de protesta y de rebelión contra la coyuntura y contra las políticas que propician el desastre humano. Un campamento de personas que sueñan un mundo con Renta Básica, ese instrumento del que se dotarían las sociedades más avanzadas para superar el vínculo indestructible entre producción económica y dignidad humana. Mientras el dinero (el poder dentro de una sociedad) siga unido a la productividad, será difícil romper esa cadena que hace que quien no trabaja vea mermada su dignidad. O dicho de otra manera, tanto tienes, tanto vales.