domingo, 31 de marzo de 2013

Certezas de Getsemaní



Los espacios de la Semana Santa son evocadores de la vida humana. No se trata de encontrar vínculos forzosos entre lo celebrativo y lo diario, entre lo religioso y lo humano a pie de calle; más bien creo que lo que se nos propone es descubrir que lo extraordinario acontece en lo mundano, que el Evangelio es verdad porque la vida es vida a cada rato. 

A veces la coincidencia es luminosa y alegre, como hacerse cargo de esa perla preciosa que sucede como regalo en lo ordinario: 

El Reino de Dios se parece a un vendedor de perlas que descubre una de gran valor y, lleno de alegría, vende todo para comprarla.

 Otras, esa luz se aprecia por contraste, y aprendemos desde la tristeza y el dolor. Esa es la estampa de Getsemaní, el huerto de los olivos, escenario de la última oración de Jesús al Padre antes de su Pasión.

Salió y se dirigió según costumbre al monte de los Olivos y le siguieron los discípulos.  Al llegar al lugar (…) se apartó de ellos como a un tiro de piedra, se arrodilló y oraba (…)

Con permiso de la Pascua recién estrenada, en ese espacio de desierto y de negación de lo bueno y lo bello de la vida, creo que Dios se manifiesta a modo de certezas que toman forma sencilla, más allá de palabras que pueden dar razón, pero que siempre se quedan cortas cuando de lo que se trata es de descubrir el Getsemaní en carne propia.

Me ha costado mucho escribir esta entrada, y en cierto modo, he dejado correr un tiempo prudencial antes de poner algo de orden a los sentimientos. El día catorce de marzo recibimos el alta hospitalaria con mi hijo Pablo, después de mes y medio ingresados, en un periplo sanitario que no estuvo falto de inquietudes, de momentos de tormenta e inseguridad:

De pronto se levantó tal tempestad en el lago que las olas cubrían la embarcación, mientras tanto, él dormía. Los discípulos se acercaron y lo despertaron diciendo: -¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!

En la habitación en penumbra, con mi hijo en brazos, dormido y ajeno a la preocupación, afloraban ideas recurrentes que, forjadas y templadas en lo hondo del espíritu, recogían el destilado de una certeza clarividente y única, sólida, anclada al fondo del corazón y recién descubierta:

Me cambiaría por ti
No importa el alcance, ni las circunstancias anejas. No importa lo que soy, o lo que tengo, o lo que eres o lo que tienes. Mirándote dormido, en la textura amarilla de la noche donde nada es seguro y todo es incierto, sé que me cambiaría por ti, que tomaría tu lugar para liberarte y para liberarnos. Mi historia tiene más que ver contigo desde tus pocos meses que con el resto de mi vida, llena de años que hoy parecen vacíos. Por eso, me cambiaría por ti.

Aunque nos separásemos ahora, habría merecido la pena
Aunque el dolor fuera inmenso por la pérdida, angustia de la ausencia, también sé que nada ha merecido más la pena que compartir contigo este tiempo. Que no cambio ningún segundo a tu lado por evitar el trauma, que estoy dispuesto, ahora y en cualquier momento, a afrontar lo que tenga que venir, porque tu vida ha sido gracia para mí, y tu encuentro ha sido el que ha dado sentido al camino y al tiempo. Por sangrante que fuera el final, habría merecido la pena.

Salir del hospital juntos los tres puede ser la victoria de la vida, el triunfo y el premio. Sin duda, así lo vivimos hace ahora quince días.

Pero hoy, sentado ante la página en blanco, después de meditarlo mucho, me doy cuenta de que el verdadero éxito ha sido descubrir esos otros rostros de amor, esas expresiones silenciosas de un sentimiento que cada día presenta nuevos matices. Redescubrir la opción trascendental por el otro, aun a pesar de lo sombrío del escenario, y saborear en lo amargo que nada es vano y que todo encaja si lo miramos a través del cristal del amor, posiblemente sea el verdadero milagro que ha tomado forma, casi sin darme cuenta, durante este trago. 

Hoy son certezas preñadas de sentido pascual y de resurrección, que sé me acompañarán siempre.

 

domingo, 17 de marzo de 2013

Mi credo


Febrero ha venido con una de esas olas de realidad que te empuja, te envuelve y te hace difícil el buceo. A veces, solo nos queda capear el temporal y deslizarnos de la forma más indolora posible, conscientes de que todo pasa, y buscando en lo escondido lo mejor en lo peor.

La vida, llena de matices, se empeña en enseñarnos lo bueno y lo malo, la plenitud y el vacío, la felicidad y la tristeza, a golpe de contrastes secos que solo nosotros podemos modular.

Resuena la letra de Serrat.

La vida y la muerte
bordada en la boca

Acabamos de venir de un mes y medio de hospitalización con mi hijo Pablo. Felizmente, todo ha acabado bien. En el proceso hemos despedido a mi abuela Sacra, que partió hacia el encuentro definitivo con el Padre, donde todo es Encuentro. El 27 de febrero, a las cuatro de la tarde, en la Iglesia de la Santísima Trinidad, leí estas palabras en la asamblea de creyentes que nos acompañaban en el dolor y en la esperanza.



Creo, Señor, en la Vida Terrena. Creo en la vida antes de la muerte. Y por eso, hoy, celebramos la vida en abundancia de Sacra. Celebramos cada uno de sus 92 años cumplidos bajo la clave del servicio, la sencillez, la ternura y la plenitud de su alma. Celebramos su vida en lo oculto, llena de vida, como hija, madre, abuela. Como compañera y esposa. Como cristiana.
La vida de Sacra es testimonio de la gloria de Dios. Y por eso estamos tristes por la ausencia, pero estamos agradecidos de una vida que ha sido Gracia.
Creo, Señor, en la Vida Eterna. Creo que Sacra vive en el más bello rincón del corazón del Padre, en la estancia que Él preparó para ella mucho antes de ser concebida. En Amor del que es Amor.
Y desde ahí, Sacra ya no muere jamás. Avanzó por delante de nosotros y creemos, con la certeza de la fe, que nos cuida, nos contempla y acompaña, especialmente en los momentos más difíciles.
Creo, Señor, en la VIDA.