lunes, 28 de enero de 2013

Belén y Antonia



Mi casa está en una de las esquinas del pueblo. Cuando la compramos, la puerta de entrada estaba en una de las calles. Tras la reforma, la cartera tuvo dudas acerca de la dirección exacta a la que debía llegar el correo, porque se situaba en un ángulo ambiguo que podía dar lugar a equívocos. Fruto de esta ambigüedad, de cuando en cuando, sobre todo en las ocasiones en que la cartera habitual no reparte y viene alguien a sustituirla, aparecen en nuestro buzón revistas, facturas o tarjetas que no están a nuestro nombre. La última ha sido la publicación del Sindicato de Enfermería de Extremadura, que va dirigido a Belén, la vecina, una vecina que cursa sus estudios sanitarios en la Universidad.

Conozco a Belén desde que el año pasado, antes de confirmarse, estuve en su Grupo de Parroquia un par de veces, hablando de la Revisión de Vida. Analizamos un hecho sencillo y cotidiano, y al término de la reunión, la chica se me mostraba sorprendida y quizá ilusionada por este modo de entender las cosas, que entra en lo profundo de la existencia para descubrir las huellas de Dios en nuestras historias. A partir de entonces, nos saludamos por nuestro nombre cuando nos vemos en la calle, y yo le pregunto por los estudios y ella me pregunta por Pablo, nuestro hijo.

También hoy me ha llegado al buzón, esta vez virtual, la narración de la experiencia de Antonia, una médico internista que compartió conmigo Grupo en la Juventud Estudiante Católica (JEC) y con la que descubrí muchas cosas de la militancia cristiana por un mundo más justo y más acorde a los sueños del Padre. Antonia me contaba en su e-mail retazos de su vivencia en Rwanda como médico cooperante en una corta estancia durante el verano pasado. Y decía frases llenas de intensidad, donde la vida brotaba a borbotones violentos. Unas veces con indignación:


Que igual que no concibo cuánto gana Messi, tampoco concebía la magnitud de pobreza con la que puede vivirse hasta que no me encontré con una familia que tras una colecta no llegaba al euro para pagar una endoscopia. 

Otras con rabia:


Que la cooperación se cierra, al menos en el hospital donde yo estuve, y les va a ser muy difícil autogestionarse.

Y siempre con la densidad de quien se enfanga en lo real y verdadero:

llevé cañas de azúcar en la cabeza, me puse turbante y falda africanos, y hablé en Kinyarwanda

Descubriendo lo que está al fondo, delante, detrás, en medio... la vida:

Que la vida se impone a pesar de todo. Sonreían, se enfadaban, se enamoraban, discutían, trabajaban, bailaban... y eso, amigos, es lo más bonito y revelador que he descubierto nunca...

Cuando empecé a escribir este post pensé titularlo “El valor de educar”, porque cuando leía el correo de Antonia recordaba los años en los que en el grupo de la JEC hablábamos de los Seminarios Solidarios en la Facultad de Medicina, cuando ella nos contaba que se había matriculado en el curso de enfermedades tropicales o cuando, tiempo después, decidía su tema de tesis entre Salud en países en Desarrollo o Patologías asociadas a personas con Síndrome de Down. Recordaba su inquietud constantemente redescubierta por poner su saber al servicio de otros, y especialmente de los más pobres. Recordaba cuando hicimos ruta nocturna en Madrid hablando con transeúntes y sin hogar… Recordaba sus preguntas, sus perplejidades, su entusiasmo, su constante tensión por lo auténtico…

Hoy miro el periódico del Sindicato de Enfermería y pienso en quién le hablará de África, de servir, de necesidad y de sentidoa Belén. Me pregunto qué cauces existen en la Universidad para que la experiencia de Antonia, que empezó calladamente, en lo oculto de un Grupo de la JEC, llegue a traspasar la barrera de lo académico y haga entroncar los estudios y la vida.


 Y pienso todo esto mientras cruzo la calle para devolver el diario a su dueña.

viernes, 11 de enero de 2013

Kilómetros a la espalda

Cada vez que tengo que cambiar el aceite al coche me acuerdo de mi abuelo Paco. Y encuentro un gusto especial, un tipo de satisfacción sencilla, al ver que el cuentakilómetros del seat Ibiza gira y gira, engrosando una cifra que cada vez está más lejos de aquellos 65.000 con los que lo compré. Mi abuelo, decía, se alegró cuando aprobé el carnet de conducir. Tenía yo los dieciocho, no recién cumplidos, en el verano de segundo de carrera. Cuando llegué a su casa en el pequeño Peugeot de mi padre (con mi padre de copiloto), después de haber estudiado la ruta por delante y por detrás, casi como si se tratase de una etapa del Paris-Dakar, mi abuelo me felicitó por la hazaña. La del examen y el carnet, y la de llegar desde mi casa a la suya, con más de once caladas en poco más de diez minutos de trayecto. Me felicitó y me soltó uno de esos consejos que, en su simplicidad, permanecen en la trastienda del corazón, cerca y útil, porque recurro a él y lo medito con cierta frecuencia. Me dijo: “Ahora, a echarse kilómetros a la espalda”.

En efecto, han pasado ya doce años de aquello, y mi mochila guarda bastantes kilómetros, que a veces me pesan y a veces no. Cambiar el aceite al coche supone que he superado otra pequeña posta, que los caminos andados ya no pueden desandarse, y me alegro internamente de que esos ya no me los quita nadie.

El día siete de enero celebramos con mi abuelo el 92 cumpleaños de su mujer. La familia en torno a la tarta de chocolate (a ella le gusta la crema, pero por prudencia médica mi padre prescindió del San Marcos), las velas y el canto. Al otro lado del Tablet, su hijo y sus nietos. Y en el corazón de todo, todos. En ese instante, volví a pensar en los kilómetros de mi coche, en el consejo de mi abuelo y en el momento denso que vivíamos, celebrando en fiesta otra posta que se supera. Celebrando juntos, cuatro generaciones, la felicidad de compartir camino, conscientes de que tenemos un tesoro en vasijas de barro, luminoso y frágil.

Citaba Amèlie  Poulain entre sus cosas favoritas quebrar el azúcar flambeado que adorna ciertos postres cremosos. A mí me gusta romper esa pátina dura de la realidad y enfangarme en la crema de su sustancia, saborear lo profundo de los momentos, en silencio y despacio. Porque cada día tiene su sentido último, y descubrirlo es hacerse cargo de lo que sucede.



Mi abuela ha cumplido 92 años. Esos y la alegría de cada tiempo, ni a ella ni a mí, nos los puede quitar nadie.