sábado, 1 de diciembre de 2012

Carta al maestro



Ayer celebramos la jubilación de mi padre. Dejo aquí unas palabras que le regalamos.

Querido Don Juan,

Déjame que te llame así, aunque el Don acompañe palabras cercanas y familiares. Me llamo Pedro, o Enrique, o Francisco. Me llamo como todos los alumnos que has tenido en estos años, como todos los niños que se han sentado, siendo niños, en las aulas donde tú enseñaste. Me llamo igual que aquellos a los que visitabas en sus pueblos, haciéndote uno entre todos, el maestro, en el pueblo. Joven, como ahora, descubriendo en mí la interpelación continua y profunda de cómo ser buen docente a cada rato.

Tengo el rostro cambiante de todos los que aprendieron contigo, y también de ti. Quizá no recuerdes mi nombre, tal vez te suenen más mis apellidos. Pero cuando nos cruzamos por la calle, nunca te quedas callado. Me sonríes y respondes a mi llamada con sinceridad y alegría, porque te alegra verme, aunque no recuerdes bien de dónde o de cuándo. Y es que pasan los años para todos, y el que ahora es electricista, fontanero, profesor o médico un día fue niño en el pupitre, y un día tuvo que aprender a dividir.

Pasa el instante inicial, la sorpresa y el agrado, y las imágenes, vagas, aparecen en tu mente despierta, que quiere recordar. Recordar. Volver a pasar por el corazón. Y surgen las anécdotas y las risas, los comentarios de aquella vez que fuimos toda la clase de excursión al zoo y el bocadillo de lomo se perdió entre los barrotes de mandril. Y te cuento que ya tengo hijos, y que están en el colegio, y que me gustaría que alguien como tú, Don Juan, les diese clases. Incluso que ojalá le riñeran como me reñiste aquella vez, cogido por la solapa (ahora no se podría). Una riña que, alguna vez lo he pensado, me salvó la vida.

Entonces nos despedimos, te doy la mano, como adulto. Y me vienen a la memoria los tiempos en los que te veía grande y fuerte, ahora un igual. Pero te sigue rodeando el halo de autoridad sincera conquistada por el servicio y la entrega generosa. Soy Enrique, Pedro, Francisco, Tomás, Ana, Elena… soy todos los nombres que pueblan las aulas que tú has dotado de sentido. Soy, como te gusta llamarme, un antiguo alumno tuyo.

Pero también me llamo Silvia, Felipe o María. También soy madre, padre, abuelo de tus alumnos. Soy la persona que recoge a su hijo todos los días a la puerta del colegio. A veces soy gitano en Las Cuestas, otras soy ingeniero en el centro. Pero todas me presento a hablar contigo porque me preocupa la educación de mi hijo, y sé que a ti también. Y, por mucho que digan, Don Juan, la educación no es solo cosa mía. Es una tarea compartida que vosotros, los maestros, abrazáis con alegría y vocación. Y cada vez que hablo contigo, unas veces porque voy a verte yo, otras porque tú me llamas, me levanto de la silla del despacho con la certeza de que a ti te importa mi hijo, de que no entras en la clase sin saber qué decir o qué hacer, porque tienes claro lo que quieres. Quieres que ellos crezcan, que aprendan a vivir viviendo, que puedan dividir o resolver ecuaciones, pero también que sepan manejar los números de la vida, las relaciones humanas. Sé que quieres para ellos lo mejor, porque lo mejor es lo que les estás dando.

Te he reencontrado hace poco. En la facultad, cuando dijeron mi nombre (Jesús, Manuel, Rocío) y me preguntaron por qué quería ser maestro, yo tenía pocas razones, pero muchas imágenes. Yo quería ser maestro porque tú, mucho antes de la Selectividad, de que nadie me hablase de salidas profesionales, de oposiciones o del prácticum, me habías enseñado a enseñar. Me habías enseñado a descubrir lo mejor de cada uno detrás del proceso educativo. Por eso te reencontré como colega. Me presenté y rápidamente supe que el maestro era ahora compañero. Y como compañero, hoy, me alegra tenerte presente.

Quizá no recuerdes mi nombre. Me llamo Alejandro, Luis, Sofía o Marcos. Tengo el rostro diferente al que tú veías sentado detrás del pupitre, porque hace ya casi cuarenta años. Pero te aseguro, te prometo, que cada vez que cojo la tiza me acuerdo de ti. Cada vez que hago la cuenta del cliente me acuerdo de ti. Cada vez que paso por el colegio, me acuerdo de ti. 

Y sé con una certidumbre clara, reposada y serena, que fui muy importante para Don Juan. Por eso te seguiré llamando la atención cuando nos veamos. Y te contaré que tengo nietos, que me han contratado hace poco en una nueva empresa, que he terminado la carrera o que gané las oposiciones. Y tú, compañero, seguro que me cuentas que has salido a ver grullas, a pasear con Pablo, tu nieto, a cortar el césped de la casa de tu hijo o a preparar la casa del campo, porque vas a celebrar la jubilación con tus amigos.
 
Querido Don Juan. Me llamo con los nombres de tu vida. Déjame que te cuente y que te encuentre. Porque es la única forma que tengo de darte, una y otra vez, las gracias.

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