viernes, 29 de junio de 2012

El gobierno de los mejores


La perplejidad es una de las sensaciones que más me hacen disfrutar en la vida. Es la sorpresa ante lo nuevo, ante nuevas formas de contar lo viejo, y ante puntos de vista que abren otros matices a lo que conocemos rutinariamente. Recuerdo muchos momentos de perplejidad, algunos asociados a conversaciones, otros a imágenes grandes y  pequeñas, otros, los más, aparecen súbitamente cuando contemplo y analizo lo que pasa y lo que me cuentan. Es ese sentimiento de aprehender, de integrar y de digerir el que me hace descubrir que las cosas son diferentes a lo que en un principio parecen, que todo merece ser observado detenidamente para dejarse hacer desde lo que no está definido. Perplejidad ante el mundo, ante la vida y ante la historia.

Las primeras incursiones en la Filosofía estaban plagadas de esa perplejidad que caracteriza lo novedoso. Era encontrar palabras a preguntas que ya se iban dibujando en mi horizonte vital, que me seducían porque tenían el aura de lo importante, de lo ineludible. ¿Cómo no cuestionarse ante la muerte, la existencia, la ética o la percepción? ¿Cómo dejar de pensar en lo que más profundamente vincula (encadena) al ser humano, si solo esa reflexión nos hace libres? ¿Cómo renunciar al conocimiento atesorado y acrisolado durante miles de años que, sin embargo, nos embosca y nos rodea  con la actualidad viva del día a día?

Mis perplejidades eran y son variadas y dinámicas. De lo alto a lo rastrero, de lo hondo a lo liviano, todo me parecía sorprendente. Y muchas ideas, por más que acumularan la herrumbre de los días pasados, se me presentaban de sutil cotidianidad. Es el caso de Platón, su República y sus propuestas de gobierno.

Mi educación en democracia tuvo muchos puntales que aseguraban que los chiquillos creciéramos saboreando las bondades de ese poder compartido, de esa “soberanía que emana del pueblo”, que dice la Constitución. Los griegos, a pesar de que luego se puntualizaba y se decía lo de las mujeres, los metecos y los esclavos, eran el ejemplo de la primera democracia del mundo, y con tanta toga y tanto discurso tenían en mi cabeza una pátina de idealidad. Por eso, me sorprendía mucho aquella máxima platónica del gobierno de los capaces, la educación del soberano y ese elitismo chungo que, hasta para él, quedaba lejos de la deseada democracia. Platón hablaba de una clase política sobradamente preparada para ejercer el poder, para trabajar desde la cúspide por el bien de la República, con un modo excelente de hacer las cosas y con una vida llena de recursos para mejor servir a todos.

Ese gobierno de los mejores, de los capaces, de los que saben, es lo que se nos sigue vendiendo, eso sí, sin la marca del filósofo, con un sentido común aplastante frente a lo que poco se puede decir. ¿Cómo no va a hacerlo bien el político que se codea con los poderosos del mundo? Mejor sabrá él o ella que nosotros.

Hoy, la perplejidad vuelve recurrentemente, y me froto los ojos y afino el oído cuando escucho lo que se dice desde las tribunas, ya sin toga, discurso o debate. Me sorprende cuando el que ejerce el servicio público desde  el atril que todos hemos construido, confunde términos (lo último que escuché en la Asamblea de Extremadura fue equiparar ecologista y ecólogo, palabras  emparentadas entre sí igual que socialista y sociólogo); cuando la única lealtad se le debe al partido de turno o cuando las estructuras democráticas no penetran en las organizaciones políticas. No hay nada menos democrático que un partido político.

Pero lo que más me preocupa, me sorprende y me inquieta, es esa falta de visión y de horizonte. ¿Qué sociedad quieren los que nos gobiernan? ¿Qué modelo  organizativo social pretenden? ¿Cómo proponen que vivamos en armonía y en convivencia? ¿Con qué valores? ¿Con qué presupuestos antropológicos (libertad, fraternidad, igualdad… todos o algunos)? No es cierto, por más que se nos repita, que han muerto las ideologías. Hoy no vale la política de lo inmediato, porque hasta lo inmediato hace futuro.

Hoy, el gobierno de los mejores es una pura entelequia. No sé si porque no hay mejores, o porque los que están en el gobierno no lo son tanto. Lo único seguro es que cada paso construye un camino. Ojalá los que dirigen supieran de mapas.

viernes, 22 de junio de 2012

La importancia del buen nombre


Dicen que las personas crecemos también en lo que toca al comportamiento, a la madurez con otros y a nuestros conceptos del bien y del mal. Dicen que debemos acometer un desarrollo ético, un aprender constante que nos lleva, si así es el caso, a ser mejores. Un tal Kohlberg lo secuenció en tres niveles y seis estadios, pero de eso ya hablaré otro día. Lo que me importa es que en esas etapas aparece una, muy importante, que es la que nace en medio de la adolescencia y tiene que ver con lo que los otros piensan de mí. Es lo que llaman “expectativas interpersonales”.

Curiosamente, esta dependencia de la opinión externa puede ser fuente de sufrimiento, porque uno no puede controlar los pensamientos de otros; pero también creo que ha sido el origen de un concepto importante en la historia humana: el honor o la reputación de cada cual. Digo curiosamente porque no sé por qué creo que, cuando se habla de esto, ya no estamos en la pueril búsqueda de la aprobación de los demás, sino en algo más profundo. Me da la sensación de que, como decía Pedro Crespo, alcalde de Zalamea en la obra de Calderón, “el honor es patrimonio del alma, y el alma solo es de Dios”.

Entronca el honor con algo interno e intenso de cada uno, con la raíz de la consideración que cada cual tiene de sí mismo, una especie de respeto privado y particular. Y me llama poderosamente la atención que el buen nombre sea también sinónimo de honor y de honra, porque el nombre es lo que nos nombra, lo que nos identifica, nos hace únicos y nos diferencia de los otros, dándonos valor y dignidad. De ahí que haya innombrables y renombrados, según estemos en un extremo u otro de lo ético.

Decía Riso que somos seres de luz, y que la vida nos echa encima capas de lodo que hay que retirar, con infinita paciencia, para recuperar la luz. También el retrato de Gray se cubría de pústulas y llagas conforme el protagonista se degradaba moralmente. Hoy parece que poco o nada importa lo que nos nombra. Las maniobras de cotidiana mezquindad, las pequeñas miserias de los iguales y las corruptelas de andar por casa pueblan nuestros espacios diarios, y no son ciegas a los ojos de los otros. Los nombres de muchos quedan marcados por acciones poco honorables: trampas, chanchullos y trapicheos que se aceptan sin cuestionamientos, pero sobre los que todos sabemos que no se ajustan ni al derecho ni a la ética, por escaso que sea su alcance y ridícula su influencia.

 Todo cae sobre nuestro nombre, como minúscula ceniza que colapsa nuestra luz. Y muchas veces pienso si no merece la pena aceptar lo importante, gratuito y libre de la vida como lumbre permanente que haga innecesarias esas impurezas. La plenitud, sobre lo corrupto, de un alma que solo es de Dios.

viernes, 15 de junio de 2012

La mesa sin bordes


 Me encanta ser científico. Es una vocación que descubrí cuando era muy pequeño: la perplejidad ante la naturaleza, la capacidad de sorpresa, la mirada atenta a los cambios y el sentimiento de oculto testigo de lo que acontece. Luego vino la belleza de las letras, el encanto de los cuentos y lo hermoso de la poesía. Pero era siempre, aunque no lo percibiese de manera clara, la expresión profunda de que la vida contenía un tipo de música que, a veces, resonaba en los corazones por medio de instrumentos increíbles: versos y palabras, certezas y preguntas…

Puede que uno de los aspectos que más me han reafirmado en mi opción por la ciencia sea el descubrimiento nada fortuito de la conexión que existe entre lo visible y medible y lo sugerente de las mal llamadas humanidades (como si lo otro ni fuera arte ni fuera humano). Porque las dos esferas del saber humano se interconectan por cuestiones que superan ampliamente lo que una y otras comprenden. Ya queda lejos aquel primer curso en que el profesor hablaba desde la tarima y se preguntaba qué es el espacio.
  – El espacio –decía- era para Newton una caja sin paredes, una especie de mesa sin bordes. En ese mismo momento supe que no me había equivocado de carrera. Si Newton definía el espacio de ese modo tan metafísico, no estaba lejos de San Agustín en su famosa duda sobre el tiempo “¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan, sé lo que es. Si me lo preguntan, no puedo contestar”. Uno y otro, separados por cientos de años, en polos aparentemente opuestos de la historia del pensamiento humano, responden de manera sospechosa e inquietantemente análoga a estas dos preguntas.

El tiempo y el espacio, dicen los que saben de esto, son dos de nuestros existenciarios. Son categorías en las que nos movemos y somos, fuera de ellas no existimos, y solo podemos vivir y percibir desde ellas.

Cuando pienso en la caja sin paredes de Newton lo único que me imagino es la ancha superficie del infinito, extendiéndose ilimitadamente, a un lado y a otro de la mirada. Perdido en medio del cartón ocre (cada uno imagina como puede), la idea que me queda es la de amplitud. Y algo así me sucede con el tiempo: la única verdad es que avanza, que siempre hay más tiempo, que nunca llega el abrupto final en que todo colapse.

Hace unos años hice un viaje en autobús desde Madrid a Palencia. El trayecto no es muy largo, y la compañía de transportes había destinado algunos de sus viejos coches para cubrirlo, ya que la incomodidad del camino se compensaba con tarifas razonablemente bajas. Yo ya me había sentado en mi sitio cuando un señor mayor se me puso al lado y me pidió permiso para ocupar el asiento de la ventanilla. En su esfuerzo por pasar en la estrechez de las filas de butacas, prietas entre ellas como cuando no se conocía el mal de la clase turista, ese anciano expresó con naturalidad una de esas frases lapidarias que atesoro: “¡Con lo grande que es el mundo que tengamos que estar aquí apretados!”. En su momento me hizo mucha gracia, y la he repetido en muchas ocasiones. Pero hoy valoro su verdadera trascendencia.

El mundo es grande, es cierto. El espacio infinito de la mesa sin bordes de Newton no se acaba así como así. ¿Por qué entonces nos empeñamos en vivir en espacios tan minúsculos? Nos encerramos en espacios personales que nos dan seguridad, pero que en el fondo nos aíslan de los otros; subsistimos con esperanzas raquíticas, con sueños de corto plazo, o tan lejanos que se escapan de nuestra mirada y se esfuman como niebla en la mañana. Aprendemos a movernos en el inmediato conocido, cercado cercano, como si lo mejor sucediese en este estrecho círculo que vamos dibujando en el suelo de nuestras vidas, que con el paso de los años cada vez presenta surcos más profundos y barreras más altas.

Vivimos en los tiempos sesgados, castrados de posibilidad. Como si nuestras decisiones, más que definirnos en el contraste de lo que somos, delimitasen y recortasen lo que se puede pensar. 

Y no es así, porque siempre queda tiempo para reconstruir lo roto, para rehabilitar lo dañado, para reinventar la realidad en la que nos movemos.

El tiempo sin límites, el espacio largo y ancho, la certeza de que nada se acaba, de que todo se puede rehacer y de que se puede nacer de nuevo a cada instante, esa idea es la que vibraba detrás de las palabras del viejo de Palencia. Hacer del existenciario nuestra posibilidad y nuestro reto, más que nuestra cárcel, esa es la esperanza que transmiten los conceptos de Agustín y de Newton. Y ese es el nexo entre la ciencia y la palabra, la unión que da sentido al saber humano. Conocer para responder a la vida, desde la vida, para asumir que el tiempo se renueva a cada instante y que el espacio, aunque no queramos, surge con fuerza a cada paso que damos.

Las segundas oportunidades son propias de los humanos.

sábado, 9 de junio de 2012

Causas perdidas




Cuando cuento que estoy en un movimiento cristiano la gente se me queda mirando con expresión escéptica. No sé qué llama más la atención: si lo de cristiano, que hoy cotiza tan a la baja en medio de mareas financieras y exabruptos episcopales; o lo de movimiento, acostumbrados como estamos a vivir en la parada, en lo estático o, con suerte, en la inercia. Algunos de los que me miran raro cuando declaro mi pertenencia a Profesionales Cristianos (PX) lo hacen, sin duda, por el apelativo creyente. Pero estoy seguro de que otros muchos me identifican con las revoluciones pendientes del siglo pasado o con organizaciones simbólicas pasadas de moda entre la gente decente. Léanse partidos políticos, sindicatos o asociaciones. Las perplejidad de las dos miradas me reta, en uno y otro caso, a explicar bien aquello que Marina decía, recordando a Russell, por qué soy cristiano.

Ayer celebramos en la casa de dos compañeros de PX la última de las reuniones dedicadas a compartir los proyectos de vida. La experiencia sobre caminar juntos ya la narré hace un tiempo, así que no me detengo en su riqueza. Hoy quería entresacar la frase que dijo Jofe, que nos acogía, a modo de reflexión lapidaria. “A veces me pregunto por qué siempre estoy en las causas perdidas”. La entresaco y la ensaco, en la mochila de las verdades sugeridas. 

Las causas perdidas de mi amigo Jofe se pelean en el terreno político de su pueblo, en el social de la calle, en el trabajo en el Instituto… sus molinos de viento llevan nombres de grandes empresas y empresarios que tratan de imponer un modelo de desarrollo economicista y obsoleto; llevan rostros de administraciones públicas que vuelven la cara al sentido común, a la justicia y a la opción por lo colectivo; están en lo oculto del día a día, en lo interno de cada uno, y su derrota es sacar lo mejor del profe que quiere ser, lo mejor de la concejalía que me han encargado y lo mejor del compañero, maestro y acompañante.

Esas son las causas perdidas que Jofe y Jini, su compañera, asumen como propias; las que transmiten y contagian con la alegría de los que se saben en camino y en marcha. Las causas perdidas que se iniciaron en lo profundo de la indignación personal, en la rabia contenida de un estonopuedeser. Son luchas que nacieron con el estigma de lo imposible, porque imposible es parar una refinería; imposible es proponer un modelo distinto de política, siquiera en lo local. Imposible es acostarse cada día pensando en cómo ser mejor profe para los chavales y levantarse con ganas renovadas de empezar casi de nuevo, con más y mejores ilusiones. Todo eso es inviable.

En el atardecer de Los Santos de Maimona, en el hogar pequeño y sencillo, lleno de vida, grande de sueños y pleno, las causas perdidas de Jofe vibraban en el aire con la insatisfacción hambrienta de un mundo nuevo. Y, de alguna manera, yo siento la conexión de lo posible en lo que surge, como milagro, detrás de las luchas de gente así. Y contemplo el milagro cotidiano de alumnos que aprenden y disfrutan, que encuentran respuestas en nuestra labor docente. Observo la chispa increíble de partidos alternativos, como el CIS donde milita Jofe, o el M+J, que no se cansan de proponer y de denunciar. Me interroga y me cuestionan las gentes que no se rinden, como los mineros de León o como los estudiantes de la UEx encerrados en la Biblioteca Central. Disfruto cuando leo que el 15M ha recaudado el dinero suficiente para la querella contra Rato

Y me esperanzan los gestos que hacen que todo mantenga el aura luminosa de que existen motivos para creer que hay causas que no nacieron muertas. Que no están perdidas.

viernes, 1 de junio de 2012

Alegrarse con los que se alegran


Resulta sorprendente encontrar, a lo largo de la historia, pensamientos y creencias que tocan directamente el centro de la persona y de las personas. Hay en nuestro bagaje cultural, en la tradición y en lo que se nos transmite, un poso de verdad auténtica, que se redescubre en la vida, pero que se transmite y está latente en la cultura. Lo que afecta al ser humano, en su interioridad y en su espíritu y trascendencia, suele pasar desapercibido en el día a día, pero en ciertos momentos vitales resplandece como si nunca nadie hubiera podido esconderlo. Si no nos damos prisa, en esos instantes fugaces retorna a su espacio oculto y se nos escapa.

Dentro de mis particulares obsesiones está una que quiero compartir hoy: la máxima de ser-con-otros; el envío y el catalizador de lo humano en los demás. La certeza de que estamos llamados a ser en relación con, la seguridad de que son los vínculos con los que nos rodean los que nos hacen verdaderamente humanos. Llevo tiempo dándole vueltas a esa idea, que para mí es verdad porque la veo a cada rato, y encuentro un adecuado eco en el texto de San Pablo que da título a esta entrada: alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran (Rm. 12, 15).

Alguna vez leí en algún sitio que muchos de los conceptos que hoy se dan por dogmáticos en la religión católica no siempre estuvieron tan definidos. Así fue con los Sacramentos, que al final se quedaron en siete, pero durante algunos siglos bailaron de número, hasta que los correspondientes padres pusieron orden y dejaron la cosa como hoy la conocemos. Los primero teólogos también caracterizaron un pecado que quizá nos extrañe: la tristeza (tristitia, decían ellos). Evidentemente, por cuanto la tristeza es un sentimiento, no puede ser falta; uno no tiene la culpa de sentir lo que siente. Pero no deja de ser significativo que el cristianismo se identificase, en esos momentos iniciales, con el tono vital de alegría. Después vendrían los agoreros y los del valle de lágrimas y todo eso… pero en el principio, fue la alegría.

También es relevante ver cómo se ha definido la envidia, que éste sí sigue siendo pecado capital, como la tristeza por el bien ajeno. De nuevo, es ese vivir a contratiempo de los otros, volver la espalda a los sentimientos de los demás, lo que nos lleva al aislamiento, al pecado y a la muerte como personas.

Y, contra esto, la empatía. Y el acompañar. La apuesta por multiplicar las dichas y dividir las penas asumiendo que el sendero que transitamos tiene grandeza y belleza por hacerlo con otros, por hacer a otros más agradable el camino. La felicidad que se genera cuando se comparte, que se contagia cuando rebosa.

Por eso siempre me pareció más fácil el llorar con los que lloran, por aquello de la compasión; y me sorprendió el mensaje de gozar con los que ríen. Me parecía menos urgente. Sin embargo, es tanto o más importante que el primero. Porque de sintonizar con los sentimientos de la gente depende nuestra humanidad.

El otro día, en la boda de unos amigos, observaba al padre de la novia cuando iniciaba los pases torpes de un vals con su hija. El hombre se manejaba mal con la danza, pero no parecía importarle. Ni el hecho de que todos los ojos se fijaran en él ni el deambular patoso que marcaba su ritmo. En su sonrisa solo brillaba la estrella de la felicidad instantánea, quizá ni siquiera fuera consciente de que la tenía posada en su hombro. Porque, tras muchas dificultades, se celebraba la fiesta y él bailaba. Yo me alegraba internamente, con sosiego y calma, y pensaba cómo sería el mundo si cada chispa de felicidad pudiera multiplicarse compartida, si fuéramos capaces siempre de alegrarnos con los que se alegran, aunque sean otros los que bailan.